El olor de mediodía en la escalera

En mis tiempos, los niños teníamos jornada partida en la escuela. Por las mañanas volvíamos sobre las 12 para comer y regresar a las 15.

Mis padres, hermanos y yo vivíamos en un cuarto piso sin ascensor. Más bien era un quinto piso, ya que llegar desde el patio hasta el primero ya suponía subir un piso. Se pueden imaginar el pernil que me gasto ahora. Subir aquellos cuatro pisos era agotador, pero lo que más recuerdo de aquella época era el olor del mediodía en la escalera.
Ese olor a mediodía era ni más ni menos que olor a col. Aquel olor procedía de 4ºA, un piso habitado por una entrañable pareja de ancianos. La señora María y el señor José.
El era un hombre delgado, encorvado y sin dientes, lo cual acentuaba su barbilla. Siempre tenía barba de dos o tres días. Vestía como si acabase de llegar del pueblo, con sus pantalones holgados y su chaqueta negra, aderezado todo ello con una simpática boina a modo de guinda. Aquel pobre hombre era ya muy mayor cuando lo conocí, o mejor dicho, cuando empecé a tomar conciencia de él. Olía bastante mal y casi siempre cargaba con una sonda que partía de la bragueta de sus pantalones y acababa en un bolsita de plástico trasparente que evidenciaba que aquella sonda miccionaba por él.
Ella era bastante más bajita que él y al más rellena. También olía bastante mal, pero creo que en su caso se debían a factores ambientales. Para más señas, eran analfabetos, al menos ella lo era. Sinceramente, desde la perspectiva actual, a comienzos de los años 90, eran dos reliquias de un pasado bastante remoto.
Su casa también era un lugar muy curioso, allí parecía que el tiempo se había quedado anclado en los años 60, todo era viejo y rancio. Lo que más me llamaba la atención era la cocina, estaba alicatada de arriba abajo con baldosas blancas. No tenían lavadora, en su lugar había una pila para lavar la ropa a mano; pobre mujer.

Cuando, a las 12 del mediodía, después de subir esos cuatro pisazos, el rellano de mi casa me recibía con ese particular aroma a col proveniente de la cocina de aquella pareja. Era un olor muy fuerte, además, ellos tenían la costumbre de dejar la puerta de su casa abierta, a pesar de que nadie lo hacía ya por seguridad. Ese era nuestro recibimiento de todos los días.
Fíjense si el olor era nauseabundo, que mi abuela paterna (de Salamanca), sólo estuvo una vez en casa de mi familia y años más tarde, recordaba entre risas aquel olor a col.

El otro día paseaba por la calle y al pasar cerca de una casa, olí a col y a mi cabeza vinieron todos estos recuerdos. Las comunidades de vecinos ya no son lo que eran, los rellanos no huelen a col, o a unas judías pintas bien hechas.
El señor José murió, a la señora María la llevaron a una residencia y sus hijos o sobrinos vendieron aquel piso, que olía a col, a una joven pareja, que tenía siempre la puerta cerrada y cocinaban en microondas. Seguramente la señora María también ha muerto ya, ambos eran muy mayores, y con ella murieron también aquellos vecindarios donde la gente tenía la puerta abierta y todos sabían lo que comían sus vecinos por el olor.

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